Revolución de la riqueza VIII: «Los otros» (a)
La riqueza revolucionaria viene acompañada de la mejor oportunidad de acabar con la
pobreza mundial. La pobreza tiene muchas causas, desde las políticas económicas y malas instituciones
políticas hasta los cambios
climáticos, las epidemias y la guerra. En torno al tema de la
reducción de la pobreza mundial, ha crecido una «industria» de la ayuda
archimillonaria en dólares. Entre 1950 y 2000, más de un billón de dólares
fluyó del Primer Mundo a los países pobres, en forma de «ayuda» o «ayuda al
desarrollo». Sorprende el fracaso a la hora de erradicar la pobreza mundial
tras medio siglo de esfuerzo internacional concertado. No obstante, para la
especie humana, también maravilla, que más de seis mil millones de personas
sobrevivan hoy en el planeta, incluidos los más de tres mil trescientos
millones que viven con dos dólares (Toffler, 2007: 393, 394).
Antes de la revolución industrial la pobreza extrema incluía a Europa, donde
los pobres abarrotaban las ciudades, mendigando y robando para sobrevivir. Con
innumerables niños, mujeres, ancianos y enfermos abandonados. La dieta habitual
en Francia a principios del siglo XVIII era tan bajo como el de Ruanda en 1965, el país más
desnutrido del planeta (íd. 394, 395).
El sistema de riqueza
industrial empezó a sustituir a la agricultura, creció
la población y cifras significativas empezaron a salir de la pobreza absoluta
(íd. 395), apareciendo nuevas formas de
pobreza y de miseria. El resultado general del proceso a la larga en los
países industrializados, sin embargo,
fue consolador y los economistas y planificadores convirtieron en una receta lo
que hoy se denomina «desarrollo» o «modernización». Esta estrategia de la
segunda ola fue propagada, con infinitas variantes, por los Estados Unidos y la
Unión Soviética, por las Naciones Unidas y otras organizaciones, el mensaje era
que cada país tenía que repetir la
revolución industrial (íd. 395).
No existía ningún modelo alternativo a esa propuesta. En la
década de 1970 algunos críticos atacaron
dicha estrategia y propusieron no concentrarse en las fábricas y la
urbanización que las acompañaba, sino en tecnologías «adecuadas» o «alternativas»,
que fueran sostenibles y que enfatizaran los recursos locales. Ese movimiento
alienta las microfinanzas, las pequeñas empresas y el empleo de la ciencia.
Emana muchas innovaciones imaginativas y está concebido para poner ralentí a la
industrialización desbocada y mantener a la población campesina sujeta a la
tierra, idealizan la vida de aldea y predican que «lo pequeño es hermoso» (íd.
395, 396). La tecnología industrial avanzada para producir alimentos está
profundamente cuestionada por estos movimientos (íd. 397).
Las tecnologías de la tercera ola ofrecen por primera vez potentes
formas de combatir la pobreza de los más pobres. En la
producción de bienes industriales países como Japón pasaron de la «típica
porquería japonesa» con la que entraron a los mercados del mundo occidental
después de la Segunda Guerra Mundial -concesión que le hizo Estados Unidos a
partir de consideraciones de estrategia geopolítica para recibir sus
exportaciones- a un país que desde ya hace unas décadas, por ejemplo, saca coches
en sus fábricas de alta calidad que invaden el mercado estadounidense, y que
asombran al mundo con productos nunca vistos y con marcas que ya son íconos de
estos tiempos de grandes adelantos. Los japoneses fueron los que desbordaron mayor entusiasmo
por la robótica y la llevaron a sus cadenas de montaje con éxito, en cuanto a la
tecnología digital esta fue incorporada en el proceso de fabricación en corto
espacio de tiempo caracterizándolo por su computarización integral, convirtiéndose
ese país en líder mundial de todos estos adelantos. El hambre de conocimientos y el énfasis en la formación en conocimiento
avanzado es el secreto de este salto
donde se combina «aprender, aprender, aprender» con aplicación y velocidad (íd.
397…).
En Japón subió el valor del yen
y empezaron a invertir en fábricas de Taiwan, Corea del Sur, Malaisia,
Indonesia y Filipinas convirtiéndose Asia-Pacífico
-que transitaba por la primera ola a ser transeúntes de la segunda ola- en
escenario de «países de reciente industrialización». Allí los japoneses descargaron
su producción de baja tecnología y valor -segunda ola-, y lo mismo hizo en esa
parte del mundo los Estados Unidos y Europa. Luego Corea del Sur y Taiwan
replicaran ese trasvase de segunda ola
en sus vecinos más pobres. En resumen,
un cambio se produjo en todos estos países al
sustituir trabajo campesino con trabajo fabril, lo cual se reflejó en la
sociedad con un aumento en la esperanza de vida, declive de la mortalidad
infantil, y crecimiento de la población. Quinientos
millones de asiáticos salieron del umbral de la pobreza de dos dólares en
veinte años (íd. 397/401).
En Asia, países como, Malasia están desarrollando proyectos urbanísticos de primera línea, como este en Kuala Lumpur, el Precint 4, consistente en la aplicación de una arquitectura ecológica, con ésta se pretende un ecodiseño
que guarde respeto con el medioambiente, el objetivo es alcanzar 50% menos de CO 2
Pero nada de
lo que se ha examinado hasta aquí explica por completo el crecimiento a turbopropulsión de Asia. Hasta aquí
hemos visto un cambio lineal. La primera ola y luego la segunda ola,
reafirmando que el único camino para salir de la pobreza es secuencial (íd.
401). La cuestión es que se coloca el proceso de escaparse de las garras de la
pobreza sobre una sola pista, por donde se transita de una ola a la siguiente, pero
este modo de percibir el problema no es la solución. El problema de «los otros» está pendiente. Y son precisamente los “países pobres” los
que están poniendo en práctica una nueva estrategia para burlar a la hidra de
la pobreza.
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